lunes, 25 de octubre de 2010

LOS CIBER

La revista miNatura en su nº 102 me ha publicado el relato titulado: “Los Ciber”.

LOS CIBER
-¡El ciberespacio no existe! –afirma con rotundidad Lola, una hacker de dieciocho años, de complexión menuda, apariencia frágil y con un parecido asombroso a Lisbeth Salander, la heroína de la trilogía de Stieg Larsson, tras enviar dicho mensaje codificado a sus contactos.
-¿Cómo es posible? –le preguntan sus amigos del espacio virtual saturando el correo de su nuevo Imc Appel.
-Tenemos que tener cuidado… Ellos nos vigilan…
-¿Quiénes?
-¡Los Ciber!
-¿Qué son? –le pregunta Qûm, uno de los piratas informáticos más hábiles de la Red.
-Son seres que se alimentan de nuestros mensajes… Ellos han creado Internet para controlar el mundo y a todos los que vivimos en él.
-Nosotros tenemos poder para entrar en cualquier lugar… -Escribe Qûm-. ¿No crees, Lola, que les hubiéramos descubierto hace tiempo?
-Hay un espía entre nosotros…
-¿Un espía?
-Sí, un Ciber se hace pasar por un hacker y en este instante está enviando a sus cómplices todas nuestras identidades…
-¿Cómo lo sabes?
-Porque me han descubierto… ¡Están llegando a mi casa...!
            La conexión con Lola desaparece y Qûm se queda perplejo mirando la pantalla de su ordenador. Al cabo de unos segundos, una lucecita parpadea y un nuevo mensaje aparece en ésta:
-¡¡¡¡¡TÚ ERES EL SIGUIENTE!!!!!

EL ÁNGEL

El Instituto Andaluz de la Juventud Consejería para la Igualdad y Bienestar Social, me ha publicado el cuento “El ángel” junto a los de mis compañeras de la tertulia Nuevo Horizonte 2002 de Huelva, para conmemorar el Centenario del Edificio en el que se ubica dicha institución en la ciudad de Huelva.

EL ÁNGEL
            El anciano entró en el salón de la clínica. En el exterior llovía torrencialmente y la humedad calaba los huesos de los osados transeúntes que se atrevían a caminar por la calle Rico a aquellas intempestivas horas. Don Félix se quitó el abrigo, el sombrero y sus guantes y se acercó hasta la chimenea que presidía aquella hermosa estancia. Su entristecida mirada se posó durante unos segundos en los muebles de nogal, en la artística yesería que revestía las paredes y en las vidrieras ornamentales de la puerta. Luego calentó sus manos en el fuego y éste pareció dar color a sus macilentas mejillas. Las enfermeras le habían saludado con las lágrimas aún visibles en sus compungidos rostros y Ana Sánchez, la enfermera-jefe, le ofreció un café para reanimarle.
-¿Por qué suceden estas cosas, Ana?
-No lo sé, don Félix –le contestó la escuálida y ojerosa mujer-. La medicina salva muchas vidas, pero Dios decide quién y en qué momento debe irse con Él.
-Los niños son ángeles… No deberían morir.
            Ana asintió y poco después se marchó. Los familiares de la niña fallecida la estaban esperando. El doctor Sanz de Frutos se sentó en uno de los sillones y cogió el informe que le había dejado Esteban Rodríguez, su ayudante. Lo leyó con detenimiento y suspiró al enumerar las complicaciones que habían provocado la muerte de aquella criatura. ¿Por qué ocurrían aquellas desgracias? –se volvió a preguntar con gesto apesadumbrado. Dejó el certificado de defunción encima de la mesa y fue a llevarse la taza a sus labios cuando oyó un ruido. El médico se giró lentamente y arqueó las cejas al ver a una chiquilla que le observaba desde la entrada.
-¿Qué haces aquí, pequeña?
-Le oí llegar… -musitó con una sonrisa.
-¿Te ocurre algo?
-No, me encuentro muy bien.
-Entonces pronto estarás en tu casa…
-Sí, lo sé. Pero me gusta tanto este edificio que a lo mejor me quedo aquí para siempre.
La niña se acercó hasta donde se encontraba el viejo galeno y alegre le besó. Félix Sanz de Frutos sonrió.
-Gracias, doctor, por todo… Nunca le olvidaré…
-¿Cómo te llamas?
            Félix Sanz la vio correr hacia la escalera de mármol. Ella se paró al subir el primer peldaño.
-Blanca… -le dijo en un susurro y luego despareció.
            Un suspiro escapó de los labios masculinos. Minutos después, Ana irrumpió en la sala. Habló apenada:
-Ya se la llevaron…
            Él asintió afligido. Acto seguido, musitó:
-Quisiera ver a los otros pacientes…
            Subieron a la segunda planta del edificio. La luz del día penetraba por la artística montera jugueteando con la balaustrada de hierro forjado. El médico se paró en una de las habitaciones. Ana, extrañada, le manifestó:
-Don Félix aquí falleció anoche Blanca Pérez.
-Pero eso es imposible, acabo de hablar con ella…
            La sanitaria parpadeó aturdida y Félix Sanz de Frutos comprendió que había vivido una experiencia paranormal. Se llevó una de las temblorosas manos a la mejilla derecha. Una sonrisa se dibujó en su semblante. ¡Había visto y hablado con un ángel!


AL OTRO LADO DEL CUENTO

El poema “Al otro lado del cuento” está publicado en el díptico de la artista onubense Kaulip Álvarez cuya exposición, del mismo título, se celebró entre los días 15 al 30 de abril de 2010 en la Sala del Monasterio de Santa Clara de Moguer. Os recomiendo que tod@s los que vivais en Madrid y en sus cercanías os paséis por la Sala J.M.D. Caneja del Centro Cultural Pérez de la
Riva de las Rozas donde ha vuelto a exponer. La exposición comenzó el día 20 de Octubre y finaliza el 16 de Noviembre.
 
AL OTRO LADO DEL CUENTO
Un universo onírico
nos revela sus sueños de la niñez…
Universo,
 que nos traslada a mundos
donde la magia palpita
como un único y mirífico corazón…
Corazón,
 que late en cada pincelada,
 prometiéndonos:
Luz, vida, amor, belleza…
Al otro lado del cuento,
fantasía y realidad se unen en un abrazo
intemporal,
lírico, mágico, eterno…
Abrazo,
que nos tornará a la añorada inocencia.

LA ÚLTIMA PALABRA

La editorial Hipálage seleccionó este microrrelato en un libro titulado "Cuentos Alígeros.

LA ÚLTIMA PALABRA
            Sasha, la buscadora de palabras, bajó los peldaños que conducían a la cámara secreta. Allí, el viejo guardián, le señaló el atril donde se hallaba el único libro que existía en la Tierra. Ella leyó:
-Paz, amor, libertad, esperanza… -Alzó la cabeza y mirándole fijamente, le preguntó-: ¿Qué es la esperanza?
            El anciano le sonrió y luego dijo:
-Lo que acabas de encontrar…
            Sasha suspiró, al fin había descubierto la última palabra soñada…

miércoles, 13 de octubre de 2010

EL ESPEJO

EL ESPEJO
I Premio del I Certamen literario de terror “El arte de la literatura”.
            Emily Baker encontró el antiguo tocador en la buhardilla. Lo llevó a su habitación y, tras limpiarle la suciedad y barnizarlo, éste quedó como nuevo. Una noche, mientras se desmaquillaba, oyó una insinuante voz que salía del ovalado espejo… Aterrorizada se levantó del banquito en el que se sentaba.
-¡No te asustes, Emily! No voy a hacerte ningún daño…
-¿Quién eres? –preguntó con el miedo dibujado en su semblante.
-Alguien que te quiere convertir en la mujer más hermosa de Londres…
-¿Y cómo lo harás? –inquirió intrigada.
-¡Mírate! –le ordenó la voz.
            Lo hizo y, fascinada, contempló la imagen que le devolvía el cristal. Allí no estaba la fea e insulsa Emily Baker que todos conocían. ¡No! La joven que sonreía seductoramente era la que siempre había deseado ser…
-¿Me crees ahora, Emily?
-Sí, te creo… Pero, ¿cómo es posible?
-Yo puedo conseguirlo todo… Si quieres que todos te vean así, deberás entregarme algo a cambio…
-Mi padre tiene mucho dinero, él te dará todo lo que le pidas.
-En unos días te lo diré, Emily…
-Gracias… -pronunció emocionada.
            Una espeluznante carcajada brotó de la ovalada luna, pero Emily no pareció darse cuenta de ello…
            -¡No hay en esta ciudad mujer más bella que yo! –exclamaba con gesto narcisista Emily Baker cada vez que se contemplaba en el espejo. Su padre, el acaudalado banquero William Baker, se sentía muy orgulloso de su única hija. Las invitaciones para asistir a bailes y convites se acumulaban en la vivienda familiar y muchos aspirantes a convertirse en el esposo de la heredera enviaban regalos a los Baker.
            Una madrugada, después de volver de una de esas fiestas, Emily se encontraba sola en su cuarto. Alguien la llamó:
-¡Emily!
Sonriente se sentó en el escabel y preguntó:
-¿Qué quieres, querido espejito?
-Quiero que me entregues tu alma…
            Ella dudó unos instantes, pero luego interpeló:
-Si lo hago, ¿seguiré siendo tan bella?
-Sí.
-Tuya es…
            El grito desgarrador que se oyó en toda la casa asustó hasta al gato que se hallaba en la cocina. Los criados y el señor Baker acudieron rápidamente a la habitación de Emily. La encontraron inmóvil en el suelo. Llamaron al doctor, pero éste no supo decir qué le había ocurrido…
Han pasado veinte años desde entonces y Emily Baker permanece acostada en su lecho. Una sonrisa permanente se dibuja en su macilento rostro; sin embargo, todas las noches se escuchan ruidos y alaridos en la alcoba… Nadie ve a la joven que golpea insistentemente el cristal del espejo…

DRACO

DRACO
La revista digital miNatura publicó en su nº 99 este relato. Tema: Dragones.
Sintió el helado aliento de la muerte pasar junto a él; sin embargo, Draco no se inmutó. Bajó la celada y después acarició a su caballo tratando de apaciguar la excitación del fiero animal. Miró hacia el valle, la batalla estaba en todo su fragor: los dos clanes luchaban sedientos de sangre… Sir Patrick le hizo la señal acordada y el Caballero de la Armadura del Dragón espoleó a su montura. Un espeluznante alarido se oyó más allá de las Tierras Bajas…
Los hombres brindaban por la victoria conseguida. La alegría se dibujaba en sus embriagados rostros y las notas cimbreantes de los laúdes y las gaitas auguraban más triunfos. Draco entró en la sala y los cánticos y la música cesaron. Los Mc Gregor contemplaron al fornido y distante guerrero. El señor del castillo alzó su copa y le dijo:
-Gracias a vos hemos vencido a nuestros rivales, pero nunca nos habéis dicho vuestro nombre, ¿quién sois?
-Vuestro humilde vasallo… -contestó tras hacer una reverencia.
            Sir Patrick rió y sus familiares le imitaron. El escocés le entregó el talego repleto de monedas de oro y Draco se marchó tan misteriosamente como había venido. Horas después, el espejo del lago le devolvió su verdadera imagen… Movió sus enormes alas con vanidad y sus fauces se abrieron con una sonrisa maquiavélica.
-¿Qué quién soy? –mascó cada sílaba recordando la pregunta del humano-. ¡Soy Draco, el dragón de la guerra! –gritó espantando a las aves nocturnas.
            Acto seguido, se transformó nuevamente en hombre y con gesto falaz montó en su corcel. Lo esperaban en otros territorios…

EL ESCARABAJO DE LA PATATA

El ESCARABAJO DE LA PATATA

La revista Axxón Ficciones Breves publicó este relato.

            Kafka disfrutaría con los argumentos que el conocido entomólogo Hernando Sabater, actual premio Príncipe de Asturias de Ciencias de la Naturaleza, publica en el Boletín de la Asociación Española de Entomología. En uno de los artículos de la prestigiosa revista, el profesor Sabater no está de acuerdo con lo establecido por sus colegas. El premio Nóbel don Cándido Yepes, el inolvidable Miquel Serrat y la insigne Paola María Matutes acreditaron, tras múltiples años de investigación, que los coleópteros presentaban una metamorfosis completa: las larvas se convertían en ninfas o pugas y posteriormente en imagos o adultos. Sin embargo, Sabater augura que el leptinotarsa decemalineata -vulgarmente conocido como escarabajo de la patata-, supera dicha transformación. Su voracidad le convierte en un ser inteligente, parecido al hombre. Todo lo que toca lo arrasa -afirma con convicción- y, por ello, asegura en su informe que estos insectos en un futuro vivirán igual que los humanos y que incluso superarán a nuestra raza… En los medios de comunicación lo tildaron de loco. Los círculos científicos borraron su nombre de las listas y hasta en los carnavales de Cádiz le cantaron las chirigotas… Pero él prosiguió con sus estudios.

            Esta mañana, Lourdes, la asistenta, ha abierto las ventanas del despacho. Huele a cerrado y a algo que, en un principio, no logra identificar… La ropa del profesor se halla amontonada en el suelo.
-¿Qué habrá pasado? –se pregunta con un rictus de sorpresa.
Segundos después, un grito escapa de su garganta. Coge la zapatilla y arremete sin compasión contra el bichito negro y repugnante que intentaba descender por el diván.
-¡Ya está, uno menos!
Lourdes se marcha de la habitación y el olor a patata vuelve a inundar toda la estancia. Un hombre desnudo sale de su escondite. Se viste minuciosamente y luego se mira en el espejo. Una sonrisa maquiavélica se dibuja en sus labios.
-¿Quién puede decir que no soy Hernando Sabater?








LA CAJITA DE METAL

LA CAJITA DE METAL

Con este relato quedé finalista en el Concurso “El arte de escribir”.

            El día que decidí visitar el “Edgar Allan Poe Cottage”, la última casa de campo donde vivió mi escritor favorito, no podía imaginar que mi vida daría un giro tan inesperado ni tampoco que algo tan simple como una cajita de metal pudiera provocar tanto horror…
            Me llamo Daniel y desde siempre la literatura de terror me ha fascinado. Los escritos de Poe representan a ese género por antonomasia; su estilo, encuadrado en el romanticismo oscuro, despertó la imaginación de muchas generaciones de lectores, entre ellas la mía. Así que al viajar a Nueva York, mi principal cometido fue ir al Bronx. La residencia de Poe se ubica en la esquina del Bulevar Grand Concourse y Kingsbridge Road, allí murió Virginia, su esposa, y comenzó mi desdicha…
            No sé por qué lo hice. En un principio creí que me movió un impulso; pero, ahora, tras el devenir de los sucesos, he comprendido que él fue la mano ejecutora. Sí, el autor de Berenice, el entierro prematuro, el cuervo, el gato negro, el corazón delator…, aún muerto, tiene poder suficiente para cautivar a cualquiera y yo, pobre mortal, sucumbí a su influjo…
            Me hallaba aquella mañana en el hogar donde el matrimonio Poe residió. Una simpática señorita nos explicaba, en perfecto español, que aquella vivienda fue el lugar preferido por los esposos y nos mostraba los objetos personales que permanecían tal como ellos los habían dejado. De repente, oí una voz que me decía:
-Cógela… Cógela…
            Sorprendido miré a derecha e izquierda, pero las personas que estaban en aquel salón parecían absortas en sus propios pensamientos. Nadie, aparentemente, había escuchado aquella voz de ultratumba. Tragué saliva e intenté tranquilizar los alocados latidos de mi corazón. Seguramente una corriente de aire o un murmullo del exterior habían provocado aquel sonido… Sí, eso debía ser… –me dije resollando repetidas veces. Hice ademán de seguir a la guía; sin embargo, volví a oírla y esta vez con más claridad:
-Cógela… Cógela…
            Sentí un estremecimiento que me heló la sangre y me quedé paralizado mientras los otros visitantes subían las escaleras que conducían a la segunda planta.
-¿Qué tengo que coger? –pregunté casi en un susurro.
-La cajita… Cógela…
            Entonces mis pardos ojos se fijaron en una especie de joyero que estaba encima de la consola renacentista. No me lo pensé dos veces, e igual que un ladrón, la introduje en el ancho bolsillo de mi abrigo. A pesar de que estábamos en pleno mes de enero y hacía un frío glacial, las gotas de sudor caían por mis sienes… Alcé mis ojos hacia el espejo y, en aquel preciso momento, le vi. Sí, aquel hombre que se reflejaba en el cristal era Poe o su fantasma y me sonreía abiertamente, sin reservas. Me giré, blanco como una estatua, y bajé los cuatro o cinco peldaños del porche, pues mi intención fue la de escapar de allí cuanto antes. Una poderosa garra me lo impidió. Temblando me volví. Un guardia de seguridad me escudriñaba con gesto serio y me agarraba fuertemente por uno de mis hombros. Me habló segundos después:
-Perdone, señor, ¿esto es suyo?
            Me enseñó una bufanda.
-Sí… -Sonreí apenas-. Muchas gracias.
            El hombre dibujó una media sonrisa en su faz y luego se llevó varios dedos a su gorra, a modo de saludo. Yo no dejé de tiritar hasta que llegué a la habitación de mi hotel.
¿Por qué la había robado? ¿Cómo me había atrevido a hacer aquello? –me pregunté tras la refrescante ducha tumbado en la amplia cama. Mis años docentes y los consabidos consejos paternales, que me enseñaron a ser una persona juiciosa y comedida en todos mis actos, acababan de saltar por los aires con el hurto cometido aquel fatídico 13 de enero. Suspiré y me incorporé arrebujado en el albornoz del Gershwin Hotel. La luz de la lamparita la hacía brillar, hipnotizado, quise tocarla; pero la voz, que horas antes me había incitado a sustraer lo que no me pertenecía, emergió de la nada.
-Es hermosa, ¿verdad?
-¿Quién demonios eres? –grité poniéndome en pie.
-Ya sabes quien soy, Daniel.
-No, no lo sé… -Mentí aterrado.
            Su risa, parecida al cadencioso bombeo de un corazón, sonó por todo el cuarto. Segundos después, un halo misterioso iluminó el sillón Art Decó que se ubicaba junto al ventanal. Un hombre de unos cuarenta años, de mirada perspicaz, bigote perfilado y sonrisa burlona, apareció frente a mí.
-No puede ser, esto es una alucinación… -susurré quedamente.
-No, Daniel, estoy aquí y te aseguro que no estás soñando, aún no.
-¿Por qué me está pasando esto a mí?
-Porque tú eres el elegido…
-¿El elegido? ¿Para qué?
-Para jugar con los hilos del destino y con la suerte…
-¿Por qué yo? –Volví a interrogarle con la desconfianza reflejada en mis pupilas.
-¿Nadie te ha dicho que sólo los valientes obtienen el reconocimiento y la recompensa de los vencedores?
            Pestañeé aturdido por su respuesta. Una extraña sensación se adueñó de todo mi ser y alejó, momentáneamente, el recelo y el miedo.
-¿Qué clase de recompensa recibiré si acepto este reto? –le inquirí envalentonado.
-Eso, amigo mío, lo descubrirás al final de este juego… ¿Aceptas?
            Pronuncié un escueto sí y Poe, con una risa jactanciosa, desapareció de mi vista; aunque antes me había insinuado que abriera la cajita… Le obedecí, pero al instante me arrepentí de haberlo hecho. Un alarido escapó de mis labios y un sudor frío erizó todos los vellos de mi piel: treinta y dos minúsculas y nacaradas piezas dentales se esparcieron, como perfectas perlas, por el verdoso edredón. ¿De quién eran aquellos premolares, molares, incisivos y caninos? ¿No había estado el cofrecito vacío hasta entonces? Intenté tranquilizarme sin lograrlo; pues a mi mente acudió, repentinamente, el nombre de Berenice y su famoso relato, que tanto me impresionó la primera vez que lo leí, y supe que aquellos preciosos dientes eran suyos… Al mismo tiempo, éstos comenzaron a teñirse de rojo y mis manos se llenaron de barro y sangre, culpabilizándome del presunto crimen… Desconcertado me desmayé.
            La humedad, el olor penetrante de la tierra y voces lejanas hicieron que volviera en sí. Sin embargo, todo seguía negro y apenas podía moverme… Quise chillar, mas algo mantenía mi boca completamente cerrada y mis muñecas sujetas. Después de un rato, logré desanudarme las ataduras y entonces el pánico me agarrotó al comprender donde me encontraba. ¡Aquello era un ataúd! ¡Dios mío! ¿Quién me había enterrado vivo? Golpeé con mis nudillos la madera, pero los que estaban alrededor de la cárcava no me oyeron; aunque yo les oía con nitidez.
-¡Pobre, Daniel, tan joven y fijaros…!
-No somos nadie…
-Constantemente le advertía que vigilara el colesterol… Un infarto y adiós…
-¡Estoy vivo! ¡Sacadme de aquí!
            Ramírez, uno de mis compañeros de la oficina, murmuró:
-¡Sshh, me ha parecido oír unos gritos!
-¡Ramírez! ¡Antúnez! ¡Fernández! ¡Aquí, abajo! –me desgañité hasta quedarme ronco.
-Yo no oigo nada… -replicó Antúnez.
-Ha debido ser el viento… ¿Nos vamos? –concluyó Fernández.
            Los tres se marcharon y yo sollocé hasta que me dejé vencer por la asfixia. Cuando estaba a punto de subir a la barca de Caronte, un estrepitoso ruido me vivificó. Abrí los ojos y a la sazón me di cuenta que el féretro tenía una abertura por la que podía salir… Reuní las pocas energías que me quedaban y, en un arranque de furia, partí con mis hombros aquella caja mortuoria… La luna iluminaba las blancas lápidas del cementerio. Jadeante y mareado me senté en una de las sepulturas y al levantar la cabeza vi a un cuervo que me observaba fijamente desde uno de los mausoleos. Me saludó con un graznido. Un gato negro, al que le faltaba un ojo, maulló muy cerca de la fosa donde me habían inhumado… Intuí que ellos dos me habían librado de una muerte segura. Me levanté y leí el epitafio que estaba cincelado en la que sería mi losa: “Aquí yace Daniel Martínez Garrido, cuya vida estuvo predestinada a ensalzar la escritura del gran Poe”. Reí hasta que la risa se convirtió en un quejumbroso llanto… Cuando me calmé, el grajo y el felino se habían esfumado. No sé cómo salí del camposanto ni tampoco cómo llegué hasta mi domicilio, porque lo único que tenía claro era que ya no me encontraba en Nueva York. En mi casa busqué, alterado, mi pasaporte, pues éste confirmaría mi viaje a la ciudad de los rascacielos. Sin embargo, no lo hallé por ningún cajón ni ninguna maleta. Ofuscado cogí mi abrigo azul, aquel que me había puesto el día 13 de enero, y al rebuscar entre sus amplios bolsillos, mi mano aferró un objeto. Palidecí al ver la cajita de metal. Iracundo la arrojé por el balcón y ésta se estrelló contra el pavimento. Al abrirse, un corazón palpitaba dentro de ésta delatándome. Una pareja, que caminaba por la avenida, gritó. Varios policías acudieron rápidamente.
-Ha sido ese… Yo vi cómo la tiraba desde su casa…
-¡Asesino! ¡Él mató a la pobre viuda!
            De pronto, me hallé en una hedionda celda, enflaquecido y canoso, condenado a morir entre aquellas cuatro paredes.
-¡No quiero seguir jugando ni tampoco quiero recibir ningún premio! -solté descompuesto. Nadie me contestó, sin embargo, me pareció oír una carcajada.
            El potente rugido de un motor en la Quinta Avenida me despertó. Sudoroso y sobrecogido me medio incorporé en el lecho y resoplé varias veces hasta que el pulso se aquietó. El libro, que había estado leyendo la noche anterior, había caído al suelo… Lo recogí con una sonrisa. ¡Todo había sido una horrible pesadilla! –exclamé devolviendo los cuentos de Edgar Allan Poe a su sitio. Luego me duché y, tras un apetitoso y nutritivo desayuno, encaminé mis pasos hacia el Bronx. Sonriente asentí cuando la guía nos comentó que subiéramos a la segunda planta… Iba a salir del salón, pero mis ojos repararon en una cajita de metal que relucía encima de la consola… Tragué saliva y un espasmo recorrió mi espalda al sentir una acariciante voz que me decía:
-Cógela… Cógela…


ESPERANZA

ESPERANZA
Publicado en la revista miNatura nº97. Tema: Post Apocalíptico.
            Contempló con su vidriosa mirada la destrucción que la explosión nuclear había ocasionado en la ciudad. El fuego devoraba los cimientos de los fantasmagóricos edificios y un nauseabundo olor expandía inmisericorde sus negros tentáculos por las ruinosas calles…
            Caminó entre los retorcidos hierros, huesos, vísceras y oscuridad… Las almas, confusas, le salían al encuentro y ella las recogía con indiferencia, acostumbrada a aquella eterna misión… De repente, oyó un débil gemido que provenía de los escombros… Quitó las pesadas piedras y, sorprendida, halló en un hueco a un bebé que dejó de llorar en cuanto la vio…
            La niña había sobrevivido a la hecatombe y se aferraba a la vida con una energía manifiesta. Por primera vez la Muerte sonrió a un humano, la cogió en sus brazos y la meció para que se durmiera… Escuchó las voces de algunos supervivientes que se acercaban hasta allí, dejó a la pequeña en un lugar visible y luego suspiró.
-Tú eres la esperanza que le queda a la humanidad… -susurró quedamente.
            Acto seguido, se giró y prosiguió con su permanente labor…

CRISIS

CRISIS
Microrrelato seleccionado por la editorial Hipálage. Se ha publicado en el libro titulado: “Más cuentos para sonreír”.
            Todas las mañanas, Iluminada, la mendiga, se retoca los labios con el resto de carmín que encontró en la basura. Se mira en el escaparate del ultramarinos y endereza su encorvada espalda poniéndose, con gesto coqueto, el sombrerito de fieltro, ése que alguien olvidó en uno de los bancos del parque… Después camina por la avenida arrastrando el carrito donde atesora los recuerdos de toda una vida…
            Ve a varios ejecutivos que hablan en la calle. Ambos se quejan de una tal crisis, del paro, de las hipotecas, de la hipocresía de los políticos… Iluminada les interrumpe diciendo:
-Yo como gracias a la Cruz Roja, a veces duermo en un albergue, paso frío en el invierno, calor en verano… ¿Crisis? Los mendigos vivimos diariamente con ella…
            Los dos hombres, atónitos, observan a la indigente que, con paso lento, empuja su permanente crisis por las aceras…

lunes, 11 de octubre de 2010

ATALANTA

La revista digital miNatura me publicó este relato corto en su nº 97. Tema: Brujas, magia y hechizos.

ATALANTA

            Oyó el aullido tan cerca que Atalanta, la aprendiz de bruja, creyó que el feroz depredador la descubriría…
            Dentro de su corpiño oculta el libro de magia que las brujas Blancas veneran desde la antigüedad… Ése que Ulrica, la hechicera Negra, anhela poseer…
            Sus hermanas han sucumbido al poder maligno y ahora ella es la única que tiene la facultad de deshacer el hechizo, pero el monstruo la acecha y el tiempo corre en su contra…
            Ve, desde su escondrijo, la sombra que proyecta el diabólico ser. Sus afilados colmillos arrancan las ramas de un árbol y su fétido aliento marchita sus hojas… Atalanta cierra sus ojos con fuerza, temiendo lo peor… Poco después, el lobo se transforma en Ulrica, que habla con fingida serenidad:
-Entrégame el libro, Atalanta, y no te haré ningún daño… Si no lo haces, te ocurrirá lo mismo que a las otras…
            Dicho y hecho. Ulrica destroza el tronco en el que ella se esconde. Su grito enmudece los sonidos del bosque…
            La aprendiz de bruja despierta sobresaltada. Su compañera de habitación la abraza y le sonríe con dulzura:
-Cálmate, sólo ha sido una pesadilla…
            Atalanta se incorpora en el lecho y luego se acicala para ir a sus clases de magia.
-¿Vienes, Ulrica?
            La jovencita asiente y al fechar la puerta sus oscuras pupilas brillan con una luz maléfica…

ISTANBUL

Con este relato recibí la 1ª Mención en la III Edición de los premios Eduardo de Literatura 2009 de Umbrales Ediciones.

ISTANBUL

            Alicia Sotomayor siempre deseó volver... Sus recuerdos de la niñez estaban vinculados a Estambul y a sus gentes. Su padre había tenido un importante cargo en aquella inmensa metrópoli y ella había crecido en un ambiente multicultural que la animó a estudiar las diferentes culturas del mundo y también a sentir una gran pasión por todas aquellas civilizaciones. Cuando sus progenitores le dijeron que tenían que marcharse de Turquía, Alicia lloró amargamente porque durante diez años aquel país había sido su hogar y allí estaban todos sus amigos; sin embargo, pronto encontró otras amistades y se adaptó a su nueva vida en Madrid. Estudió la carrera de Historia del Arte y tras licenciarse empezó a dar clases en la Complutense. Su vida transcurrió monótona hasta aquel día en el que recibió una carta. Alicia no se lo pensó dos veces, hizo las maletas y regresó a Istanbul, la ciudad de sus sueños.
            Después de tomar una ducha refrescante, bajó hasta el hall del hotel y miró su reloj: aún quedaban cinco horas para la cita convenida y lo que más le apetecía en aquel momento era recorrer aquellos lugares que tanta añoranza le provocaban, así que le entregó al amable recepcionista la llave de su habitación y éste le volvió a desear una feliz estancia sonriéndole de forma seductora.
            Desde el mirador de la torre Gálata contempló, extasiada, el Bósforo, el mar de Mármara y el Cuerno de oro… La última vez que había estado en aquella atalaya la habían acompañado Akin y su abuelo Ashraf y las risas no habían cesado en ningún momento. El hombre les contó que los genoveses la construyeron allá por el siglo XIV y que ésta había servido para protegerles de los ataques de Bizancio, luego había sido utilizada como prisión, más tarde como observatorio e incluso como torre de vigilancia de incendios. Sus pueriles mentes inventaron decenas de historias durante interminables semanas y Ashraf Ertük disfrutó con sus juegos… Suspiró al recordar su infancia y sin apenas darse cuenta, su mente la transportó a aquella maravillosa época…
            “Sólo tenía ocho años cuando su padre, Jacobo Sotomayor, fue nombrado primer secretario de la embajada española en Estambul. La familia al completo viajó hasta aquella grandiosa megalópolis enclavada privilegiadamente entre dos continentes: Europa y Asia. Se instalaron en una preciosa vivienda sita en la zona europea y pronto Marta, su madre, y sus hermanas pequeñas, Cristina y Verónica, se adaptaron, igual que ella, a las costumbres de aquel país. En aquella casa conoció al que sería su mayor compinche de aventuras y de travesuras: Akin Ertük.
            Akin tenía su misma edad y era el primogénito del matrimonio Ertük. Leylak era la cocinera y Adil el chófer de su progenitor. La pareja turca hablaba correctamente el español y por eso el idioma nunca fue un impedimento para comunicarse entre ellos. No obstante, para estar en igualdad de condiciones, Marta insistió en aprender el turco y que sus hijas, de igual forma, recibieran aquellas clases. Un año después, en el hogar de los Sotomayor se expresaban en las dos lenguas. Alicia también enseñaba a su amigo el inglés que aprendía en el colegio Internacional donde cursaba sus estudios, ya que él decía que en su escuela iban demasiado lento… Los dos se divertían muchísimo leyendo los libros de lectura inglesa que después traducían a sus idiomas maternos. Sin embargo, lo que más les gustaba a ambos era ir con Ashraf, el abuelo de Akin, por la ciudad. El hombre les explicaba las leyendas de su pueblo con muchísima paciencia y siempre con una sonrisa en sus labios.
-¿Por qué la llamaron Constantinopla? –le preguntó en una ocasión Alicia mientras degustaban los famosos helados de Maras en una heladería.
Ashraf le contestó con voz pausada y afectuosa:
-Porque Estambul fue codiciada durante muchos siglos por grandes estados... Primero fueron los griegos quienes se asentaron en esta tierra y la llamaron Bizancio; luego, persas, espartanos, macedonios y romanos la conquistaron y fue el emperador de Roma, Constantino, quien la convirtió en la capital de todo el Imperio... Por eso le pusieron Constantinopla, en su honor…
-¿Y cuándo se llamó como hoy la conocemos, abuelo? –inquirió Akin mirándole fijamente con sus almendrados ojos oscuros.
-Los otomanos y su sultán, el gran Mehmed II, la denominaron Istanbul allá en el siglo XV y desde entonces así es conocida…
-¿Por qué los musulmanes odian a los cristianos, Ashraf? –le preguntó de repente Alicia sorprendiéndole.
-¿Quién dijo eso, pequeña?
-La señora que vive en la casona de ladrillos rojos…
-Yo soy musulmán y Akin, tu amigo, también. ¿Crees que nosotros te odiamos?
            Ella negó con un gesto de su morena cabeza y lo miró fijamente con sus expresivos ojos verdes. El adulto le sonrió con dulzura.
-Quien habló de esa forma no es honesta consigo misma ni tampoco respeta a sus semejantes… Recuerda esto que te digo y podrás vivir en armonía con todo aquel que piense distinto a ti.
-¡Qué tontería pelearse si todos somos iguales! ¿Verdad?
-Sí, hija, todos somos iguales ante el Creador… -le respondió alegre, luego les instó a que terminaran de comer sus helados, pues a las cinco en punto abrirían las puertas del museo que esa tarde visitarían…”
            Alicia sonrió. El piar de los pájaros que sobrevolaban el cielo azul, la hizo volver al presente. Sin embargo, aquellas frases que Ashraf Ertük le manifestara se grabaron en su memoria para siempre y le servían, en la actualidad, para fomentar la tolerancia y el respeto entre sus alumnos de la facultad. Bajó por el ascensor de la torre y decidió almorzar en una terraza a orillas del Bósforo. Su menú consistió en: lüfer, pescado azul, dolmas, hojas de parras rellenas de arroz, lokum, un dulce típico turco, y bebió sahlep, una bebida hecha con raíz de orquídeas… Más tarde, visitó la Basílica de Santa Sofía, el palacio de Topkapi, la Mezquita Azul y el Gran Bazar. Al entrar en aquel enorme edificio de laberínticas callejuelas, su mente retrocedió nuevamente al pasado… “-El Fatih Mehmet II fue quien lo fundó…
            Alicia y Akin dejaron escapar silbidos de asombro. Sus ojos se agrandaron al percibir la mezcolanza de colores, olores y sensaciones que pululaban por aquel emblemático inmueble. Los vendedores de alfombras regateaban con los compradores en una de las calles; en otras, los gritos de los curtidores de piel se mezclaban con la de los joyeros llamando a los clientes… Akin fue el primero en hablar:
-Mi madre nunca me trajo tan temprano al Gran Bazar, abuelo…
-Lo sé, hijo, pero yo quería que Alicia y tú lo vierais en todo su esplendor… A primera hora es cuando se hacen las mejores compras y además los comerciantes ofrecen sus principales productos a la clientela…
-¡Me encanta, abuelo Ashraf! –exclamó la niña riendo-. ¿También se venden aquí especias?
-No, hija, el Bazar de las Especias se halla en el antiguo barrio de los judíos… Pasado mañana pasearemos por aquella zona y compraremos las que Leylak, mi nuera, necesite para cocinar…
-¿Y también veremos a los músicos, abuelo? –le inquirió Akin expectante.
-Sí, hijo, escucharemos a los gitanos en la plaza y luego iremos al local de mi amigo Yüksel. Sé que habrá un recital de música clásica con instrumentos representativos del país… Oiremos piezas tocadas con el ud, el saz, el ney, la darbuka, el kanun…
-¡Qué bien, abuelo! –gritaron al unísono los dos jovencitos.
            Ashraf Ertük soltó varias carcajadas…”
            Alicia miró su reloj y suspiró. Había quedado con Akin en una famosa cafetería de la calle Istiklal. Él la estaba esperando y se levantó rápidamente de la mesa que ocupaba con una gran sonrisa en sus labios. Su abrazo pareció durar una eternidad y cuando ambos se separaron no pudieron más que reír.
-Estás guapísima, Ali.
            La española sonrió al escuchar el diminutivo con el que su amigo la llamaba desde la infancia.
-Tú no has cambiado nada, Akin. Sigues siendo el mismo chico encantador y cariñoso que yo conocí… Bueno, te has convertido en un famoso escritor…
-Tengo treinta y cinco años, algunas canas y dos hijas… -Sonrió dejando entrever su dentadura de nácar-, y cuando Kayra y Seher me dejan, soy novelista.
-Yo también los cumplí hace poco, pero no tengo hijos.
-¿Por qué? Te había imaginado rodeada de niños y formando una gran familia…
-No lo sé, Akin. Mi trabajo me llena por completo y no tengo tiempo de pensar en pañales y biberones… Puede que en un futuro me plantee adoptar una criatura o ser madre soltera… Ya veré… Por ahora me conformo con hacer regalos a mis sobrinos y a consentirlos, por eso soy su tía favorita…
            Akin rió y ella le imitó. Después la conversación giró en torno a sus respectivos padres mientras merendaban té de escaramujo, panecillos con mermelada de rosas y baklavas rellenos de nueces, almendras y cremas.
-Come dulce y habla dulce… -habló Alicia tras masticar el crujiente bollito.
-Mi abuelo era un hombre muy sabio y te quería muchísimo, Ali.
-Lo sé, Akin, yo también le quería. Ashraf influyó mucho en mi forma de pensar y sé que todo lo que he conseguido en esta vida, en parte se lo debo a él. Te juro que lloré mucho su muerte…
            El hombre asintió.
-Se acordó de ti antes de morir… Akin sacó un pequeño estuche azul de su chaqueta y se lo entregó.
            Alicia no pudo contener las lágrimas al ver la joya que resguardaba aquella cajita. El ojo del azar, símbolo de Turquía, tenía un gran significado para ella. Sacó el colgante y se lo puso muy emocionada.
-¿Te acuerdas cuando te lo regaló?
-Sí, no lo olvidaré jamás. Yo lo vi en el escaparate de una joyería del Gran Bazar y me lo compró al instante. Luego fuimos a una tetería de Tophane… Mientras él y Yüksel fumaban narguile, nosotros jugábamos a imitarles…
-Sí. –Río el autor del último best-seller más vendido en Europa y Estados Unidos-. Mi abuelo y su camarada fumaban tabaco aromático en la pipa de agua y nosotros soplábamos por la boquilla y hacíamos burbujas… ¡Qué tiempos aquellos!
-Fueron fabulosos.
-Sí, tienes razón. Lo que no entiendo, Ali, es por qué le devolviste al abuelo el regalo que te hizo… -comentó Akin señalándole la plateada presea.
-Ashraf y yo hicimos un trato. Él guardaría el ojo del azar hasta que yo regresara de nuevo a Istanbul… La pena es que no lo hice antes… -Suspiró triste.
            Akin apretó cariñosamente la mano femenina y, a continuación, dijo:
-El abuelo sabía que tarde o temprano volverías… Por cierto, ¿en qué hotel estás?
-En el Anemon Gálata.
-Pues ahora mismo vamos hasta allá y cancelamos el registro de la habitación…
-Pero…
-Ali no voy a permitir que estés en un hotel. Mi esposa Meryem y mis niñas están deseando conocerte… Así que no voy a aceptar un no por respuesta. Ya sabes que soy muy tozudo.
-Sí, lo sé.-Rió Alicia y asintió feliz.
            Mientras caminaban hacia la plaza Taksim, para subir al tranvía, la luna hizo su aparición en el firmamento y en la lejanía se oyó el sonido envolvente y mágico del ney…

ARACNOFOBIA

Con este microrrelato quedé finalista en el II Concurso de Microrrelatos 2009 dedicados al Cómic organizado por el Ayuntamiento de Madrid.

ARACNOFOBIA
            Peter Parker nunca imaginó que la picadura de una arañita pudiera traerle tantos quebraderos de cabeza… Al principio le encantaba trepar por las paredes, salvar a los ciudadanos de Nueva York de las fuerzas del mal, salir en los periódicos… Sin embargo, la fama también tiene un precio: Mary Jane le ha puesto las maletas en la calle cansada de sus salidas nocturnas, apenas tiene vida social, vencer a los adversarios cada vez es más complicado y después de las fiestas navideñas el traje le queda demasiado ceñido… Así que ha decidido hablar con los de Marvel para que éstos le concedan unas vacaciones.
            Spider-man abre la puerta del despacho del director y se oye un grito espeluznante… Minutos después, los empleados contemplan al héroe en el suelo y a la mujer de la limpieza con un insecticida en su mano derecha. María repite desconsolada:
-Es que tengo aracnofobia…

EL BAÚL DE LOS RECUERDOS

Con este relato quedé finalista en el V Certamen Internacional de Relatos "La lectora impaciente" 2008.


EL BAÚL DE LOS RECUERDOS

Habían pasado muchos años desde la última vez que estuve en aquel caserón. Los recuerdos se agolparon, de repente, en mi mente y una cierta añoranza me hizo sentir culpable. ¿Por qué nos habíamos distanciado mi madre y yo? Ahora no me acuerdo del motivo, pero me marché y no volví a pisar el suelo de la antiquísima casa familiar donde nací, ni hablé con Ana (la mujer que me había dado el ser), desde entonces.
La tía Paula siempre residió con nosotras, con sus excentricidades y sus inseparables gatos; ajena a los enojos, a las desilusiones y a todo lo que no fuera su mundo de cuentos de hadas. Muchos decían que era una vieja chiflada que vivía permanentemente en aquel universo de sueños porque nunca halló su verdadera posición en la familia Ayala, pero yo no lo creo así; simplemente, Paula era una romántica.
Mi madre fue la menor y la más madura. La tía continuamente necesitaba la fortaleza de su hermana pequeña para seguir viviendo y entre ellas se creó una alianza tan fuerte que ese vínculo no se rompió ni siquiera al casarse Ana. Los nuevos esposos se mudaron a la solariega vivienda donde residían la abuela Irene y su hija soltera, y después nací yo. Sin embargo, la felicidad nunca es completa, mi padre murió al poco tiempo; así que crecí en un ambiente femenino sin la presencia de un hombre que se opusiera a mi díscolo carácter y eso me marcó de alguna forma.
Un suspiro escapó de mis labios al contemplar aquella enorme sala, donde tantas veces jugué a ser una de aquellas heroínas que, en mi imaginación, siempre resultaban victoriosas; el olor de las flores frescas permanecía flotando en el ambiente, como de costumbre, y los rayos del sol acariciaban los viejos muebles al penetrar por los entreabiertos balcones; allí, estaba la desvencijada cómoda con sus pomos de nácar y sus carcomidos cajones; los sillones de tela desgastada, la impresionante mesa de cedro y el baúl. Tía Paula y uno de sus devotos felinos se pararon a unos pocos centímetros de mí. Ella habló:
-Ahí, Irene, está todo.
La miré y sólo entonces me di cuenta de mi egoísmo. La tía se ayudaba de un bastón para caminar; su delicada piel de juventud, ahora se hallaba macilenta y sus hermosos ojos negros habían perdido aquel brillo del que tanto presumía. Es verdad que una chica las cuidaba desde hacía diez años, pero yo me había mantenido alejada de sus vidas por culpa de una absurda discusión. ¿Por qué los adultos a veces nos comportamos como críos? No obtuve ninguna respuesta a mi estupidez.
            Varias semanas antes la tía, en un arranque de valentía, se había puesto en contacto conmigo y me había revelado que mi madre se hallaba en la fase terminal de esa terrible enfermedad llamada alzheimer. Lo que sentí en ese momento no lo puedo expresar con palabras: el miedo, la impotencia, la angustia y el arrepentimiento nublaron mi mente por unos segundos, y sé que palidecí y que mis colaboradores se asustaron muchísimo. Hoy las lágrimas, que derramé al saber dicha noticia, se agolpan nuevamente en mis marchitos ojos; pero no quiero que ella me vea llorar, ahora tengo que ser fuerte. Acaricié el baúl. Un temblor desconocido se apoderó de mi mano al girar la pestañita que abriría aquel arcón; mientras, la tía Paula me observaba tras sentarse en una de las mecedoras, el rictus de su arrugada tez era de pesar, aunque nunca sería capaz de enojarse con su única sobrina. “Casanova”, su fiel persa, se acurrucó en sus delgados muslos sintiendo la calidez de su ama sin hacernos caso.
            El aroma a espliego me dio la bienvenida, su gratificante esencia desenterró recuerdos de mi infancia y también los motivos por los que Ana Ayala había guardado aquellas cosas en él. Allí perfectamente ordenados había ropitas de bebé, cuadernos infantiles, un viejo álbum de fotografías, recortes de periódico, debidamente encuadernados en los que yo salía, y mis libros, mis manoseados libros de juventud que creí haber perdido tras la Universidad. Pero lo que verdaderamente me emocionó fue encontrar un sobre de color amarillo con mi nombre. Conmovida lo abrí, la preciosa letra de mi madre apareció ante mi llorosa mirada.
           
“Querida hija:
Si alguna vez lees esta carta, será porque mi hermana me habrá desobedecido y te habrá dicho que padezco alzheimer, una enfermedad que con sólo nombrarla, asusta. No quiero, Irene, que te sientas culpable por no haber estado junto a mí en estos aterradores momentos, sé que me quieres y aunque estemos separadas en estos instantes de nuestras vidas, al final el cariño y el afecto vencerán a lo absurdo. En este día, he comenzado a guardar en este baúl todos mis recuerdos que siempre irán enlazados a los tuyos, pues me asusta sobre todo olvidarme de ti. Este viejo arcón será mi memoria, mi cerebro y en él se mantendrán vivos todos mis pensamientos y mi amor de madre. No olvides, hija querida, que siempre te querré.”

Cogí una de aquellas fotografías en las que Ana Ayala me sonreía manifestando todo su esplendor juvenil, y la acaricié sin poder contener las lágrimas que resbalaron por mis mejillas. La tía se levantó con parsimonia y luego, me abrazó. Diez minutos después, subí los peldaños que me conducirían a la habitación de mi madre. Abrí la puerta lentamente y me acerqué a su cama con esa calma que había asimilado tras años de aprendizaje en mi carrera política. Una brisa agradable movía las cortinas de encaje y las rosas inundaban con su maravillosa fragancia aquel cuarto, una tímida sonrisa apareció en mis labios al ver el retrato de mi boda, los de mis hijos y el de mi nieto en un lugar privilegiado de aquel señorial cuarto. Me senté junto a la cama y acaricié sus pálidos pómulos, la anciana que allí se consumía, poco a poco, no se parecía en nada a la enérgica y vital madre que yo recordaba. Suspiré pidiéndole a Dios o a quien fuera que ella no sufriera más. Sonó inesperadamente el móvil y, con un gesto de impaciencia, lo desconecté.
-¡Les dije que no me llamaran, que no estaba para nadie! –exclamé enfurecida.
Ana abrió sus pesados párpados y me miró.
-Lo siento, mamá. Eran de mi despacho, pero no te preocupes, No volverá a ocurrir.
Me tendí junto a su cálido y escuálido cuerpo y la rodeé con mis brazos. Ana Ayala abrió sus labios y pesadamente, murmuró:
-Madre, no me dejes...
Me estremecí al escuchar aquellas palabras, ¡ella creía que yo era la abuela Irene! Le pedí perdón por aquellos años de alejamiento, por mi ingratitud y, principalmente, por la soledad que había tenido que experimentar por mi culpa.
-Sí, hija, siempre estaré contigo -le contesté abrazándola aún más.
Ana suspiró y con una débil mueca, parecida a una sonrisa, volvió a entornar sus ojos con serenidad. La tía Paula, que nos había estado espiando, cerró la puerta de la habitación con cuidado y encaminó sus lentos pasos hacia el salón. “Casanova” la siguió moviendo su cola.

RECUERDOS

Recuerdo el traqueteo del tren en la vieja estación,
el añejo sonido del organillo de la esquina,
el aroma de la tierra mojada y los gritos de los niños en la plaza.

Recuerdo el olor del café recién hecho, el de las sábanas oreándose,
el acariciante trino del jilguero en su jaula, las animadas charlas de los vecinos y los besos robados a María.

¡Qué hermosa era aquella época!

ÁFRICA

Lágrimas de sangre recorren tus caminos,
inmortalizados por la pluma de Isak Dinesen.
Oscuros deseos de Occidente
desmiembran tu cálida piel,
y tú no gritas.
¿Quiénes atan tus manos negras?
¿Quiénes se enriquecen,
mientras tu rostro de ébano agoniza?
Míseros gobernantes
que se emblanquecen con el dolor
de sus hermanos
ocultando a ese sol abrasador
sus propias miserias.
¡África, despierta!
No permitas que te hieran más.

OLVIDO

El viento grita un nombre
tras los empañados cristales
de una nívea habitación,
pero él no lo oye.
Permanece absorto,
contemplando las ilusorias figuras que
la noche dibuja en la pared.
Una cálida mano le acaricia con ternura,
intentando protegerle del miedo
que se refleja en sus asustados ojos.
Se miran, pero, Carlos, sólo ve un rostro extraño
uno más entre tantos...
Olvido suspira procurando sonreír,
y tras darle un beso en la frente, le dice:
“Duerme, mi amor, yo estaré aquí”.
Morfeo pronto lo acuna en sus brazos,
Olvido se deja caer en el sillón.
¿Cómo pueden borrarse sesenta años
de besos, de caricias, de alegrías, de tristezas...?
¡Maldita enfermedad!

EL AMOR

Siento los latidos incesantes de mi corazón, aquellos que un día despertaron de su agónica tristeza. Un mundo nuevo, de colores vivos y sensaciones maravillosas, alienta mis pasos, antes grises y nublados por el desaliento. ¿Qué tiene el amor que cambia la existencia del más esquivo? ¿Quiénes mueven los hilos para que no le ignoremos?
Poetas de todos los tiempos se rinden ante él, como amantes que sucumben a la embriaguez del placer; creando versos que alimentan su ego para toda la eternidad. Pero, si no fuera así, ¿podríamos vivir?
Yo sólo sé que sus alas blancas me aprisionan y que su cálido aliento reaviva ese órgano, antaño coronado de espinas y acorazado, que con regocijo hoy vuelve a latir.

PALABRAS DE MUJERES ONUBENSES

Palabras de Mujeres Onubenses es una Antología de poemas y relatos cortos que a mis compañeras de la Tertulia Nuevo Horizonte 2002 de Huelva y a mí nos publicaron en el año 2008. Os colgaré ahora mi relato y los poemas que son míos. Besos.


EL SUEÑO

Anoche tuve un sueño, y en él me vi siendo de nuevo aquel mozalbete de pantalones cortos y mirada inocente; de mofletes regordetes y cardenales en las pantorrillas; de churretes en la cara y atrevida curiosidad, que pasaba parte del verano en Moguer, el pueblo de la tía Candela. Me divertía con algunos de los niños que entonces compartían mis mismas travesuras y risas, y allí cerca del lugar donde jugábamos, sentado en uno de los bancos de la plaza de las Monjas, había un hombre. Vestía de luto y se resguardaba de los penúltimos rayos de aquel febril sol de mediados de agosto con un sombrero. Nos miraba de vez en cuando y otras tantas parecía olvidarse de nuestros juegos, apuntando algo en una pequeña libreta.
Pasaron las horas y el cielo comenzó a teñirse de tonos añiles, ocres y rosados, mientras las golondrinas volaban en círculos tiznando de minúsculas motas negras el firmamento. A las ocho en punto, las campanas de la iglesia de la Granada repiquetearon llamando a misa y pocos minutos después mis amigos se despidieron dejándome solo. Cogí mi pelota dispuesto a marcharme también, pero antes observé con detenimiento a aquel desconocido. Me intrigó la suavidad con la que asía su pluma estilográfica, el movimiento pausado de sus dedos al anotar sus reflexiones en el papel y el gesto sereno que evidenciaban sus rasgos angulosos al escribir. Irguió la cabeza al darse cuenta de que yo lo miraba y entonces se quitó el sombrero poniéndolo en el banco de piedra. Me sonrió haciéndome un guiño para que me acercara hasta donde se encontraba. A continuación, dijo:
-Pequeño, ¿viste alguna vez algo más hermoso que el crepúsculo?
-¿Qué es eso? –inquirí extrañado.
-El crepúsculo es la última claridad del día.
-¿La última?
-Así es, el día se dormirá y pronto la oscuridad se hará dueña de todo.
-Pero, las estrellas y la luna alumbran el cielo y así nosotros podemos ver por la noche, según dice mi tía Candela.
Él sonrió atusándose la rala barba blanquecina.
-Tienes razón, pequeño, éstas iluminan lo que las sombras tratan de ocultar a nuestros ojos y por supuesto, tu tía es una señora muy sabia.
Fascinado por su contestación me senté a su lado y le pregunté:
-¿A quién escribe?
-A un amigo.
-¿Vive muy lejos?
-Él murió.
-Y si está muerto, ¿por qué le escribe?
-Aunque ya no esté en el mundo de los vivos, su presencia siempre permanecerá conmigo, por eso le cuento en esta carta lo que me ha ocurrido hoy.
Aturdido miré hacia aquel infinito en el que algunas solitarias lucecitas comenzaban a aparecer resplandeciendo igual que diamantes, y el astro lunar intentaba asomar su plateada redondez, con cierta timidez, entre las copas de los árboles. Los pájaros buscaban cobijo entre las ramas de los naranjos piando alborotados, y una suave brisa marina comenzaba a arrastrar algunas de las hojarascas marchitas en el suelo. Suspiré antes de volver a manifestar.
-Usted debió de quererle mucho si le recuerda tanto. ¿Fue su compañero de juegos?
-Sí. –Sonrió-. Nuestra amistad fue sincera. Me acompañaba al monte, al barrio de los marineros, me seguía allá donde yo fuera... Y le gustaban los higos morados, las naranjas, las uvas moscatel...
-¿Cómo se llamaba?
-Platero.
-¿Platero? ¡Qué nombre más raro para un niño!
-Platero era un burro.
-¡Un burro! ¿Y cómo podía ser su amigo? Los asnos no hablan, no comprenden...
-¿Estás seguro? Muchos hombres son más borricos que estos animales, si no fíjate en las guerras que algunos provocan sólo porque creen estar en posesión de la razón y se vanaglorian de sus actos, mofándose del dolor de los demás. Mira, pequeño, la intolerancia y el odio son enemigos de la verdad, quien justifica la sinrazón aborrece verdaderamente a la humanidad.
-Pero, también hay personas buenas en este mundo, por lo menos, eso me dicen mis padres y mi tía.
-¡Claro que sí! Y por ello, todavía tenemos esperanza –respondió guardando la libretilla y la pluma en el bolsillo de su camisa de lino.
Ambos nos fijamos entonces en el liviano vuelo de una despistada mariposa de alas blancas, que pasó cerca de nosotros. Aquel insecto de eterna belleza, parecía haber olvidado que la luz del día, poco a poco, se desvanecía entre las azoteas de las casas y movía sus apéndices alados desafiando a la gravedad y a la pronta nocturnidad, hasta posarse elegantemente en una de las flores que perfumaban el jardín.
-Fíjate en esa mariposilla y en la rosa en la que se posó, ¿no crees que somos afortunados al estar ahora aquí contemplando esta maravilla de la creación?
-Sí -contesté sin poder apartar mis ojos de aquel rincón.
Él siguió diciendo:
-A Platero le encantaba olisquearlas y después perseguirlas por el monte, y yo disfrutaba viéndolo trotar igual que un chiquillo revoltoso...
Sonreía mientras me contaba aquello y por un breve instante, me sentí transportado a su recuerdo, encaramado en los mansos lomos de Platero, percibí los rayos tibios que penetraban entre las ramas de los eucaliptos; olí el aroma que desprendían los lirios amarillos y el espliego; oí el rumor cantarín de las aguas que bajaban por el arroyuelo...
Desde uno de los balcones entreabiertos de una de aquellas casonas de la plazoleta, el sonido cautivador de la sonata Claro de Luna de Beethoven, nos volvió a la realidad.
-Las notas de ese piano son similares al color azul, nos da libertad para soñar, ¿te gusta la música?
-Sí, mi padre me lleva algunos domingos, tras la misa de diez, a escuchar la orquesta municipal; luego, compramos camarones y nos los comemos en la Punta del Sebo.
-Entonces, ¿eres de la capital?
-Sí, ¿y usted?
-Yo nací en Moguer, pero me acuerdo que siendo un jovencito me subía a la tapia del corral de un vecino, y desde allí contemplaba Huelva bañada en tonos dorados y marinos, comía los frutos que me daba la hija del Arreburra hasta que mi madre venía en mi busca...
-¿Siempre ha vivido aquí?
-No, tuve que irme.
-¿Por qué?
-Por que nunca estuve de acuerdo con la guerra civil que sufrió este país. Yo amo la libertad y siempre estaré a favor del pueblo, y aquellos oscuros años convirtieron mi patria en una jaula de llantos, amarguras y resentimientos. La libertad es el don más preciado que tiene un pueblo, cuando se pierde, se olvida la identidad de uno.
-¿Y dónde estuvo?
-En América.
-¿Con los indios igual que en las películas?
Su risa sonó clara y alegre ante mi ingenuo comentario.
-Te aseguro que en América no sólo hay indios, como tú los llamas, allí conviven personas que tienen la misma tez que la tuya, pero también hay negros, mestizos, asiáticos... y todos tratan de vivir respetándose los unos a los otros, aunque a veces también la intransigencia de unos cuantos no entienda de color de piel ni de razas.
Fascinado por sus palabras, comprendí que aquel señor de mirada sincera era alguien muy especial. A mi memoria de estudiante regresó un poema que había aprendido de aquel libro, prohibido, según me refiriera la tía Candela y que con su consentimiento examiné en el desván, sin que nadie más supiera de aquel presunto delito.

¡Cómo meciéndose en las copas de oro,
al manso viento, mi alma
me dice, libre, que soy todo!

-Usted es un poeta, ¿verdad?
-Sí -respondió con un ligero temblor en su voz-. La poesía lo es todo para mí, simboliza la belleza, la eternidad, el conocimiento... Yo no concibo nada sin ella.
Su mirada se perdió más allá de las puertas del convento de Santa Clara, advertí una cierta tristeza en su semblante huesudo y comprendí en aquellos breves instantes, de atronador silencio, que su memoria evocaba recuerdos nostálgicos; entre tanto, las farolas se encendieron ahuyentando a las tinieblas de aquel lugar; las palomillas nocturnas se adherían al cristal reclamando aquella claridad como un magnífico tesoro y los grillos comenzaban a rozar, con fuerza, sus élitros produciendo aquel sonido monótono y agudo que causaba desvelos en las madrugadas calurosas.
Las campanas volvieron a tañer quejumbrosas, esparciendo sus lastimosos quejidos por el aire. Él me miró y poniéndose su sombrero, expresó:
-¡Ya es tarde! Tu tía ha de estar preocupada, ¿dónde vive?
-En la plaza del Marqués...
-Yo vivo cerca, te acompañaré.
Asentí y ambos nos pusimos en pie. Caminamos lentamente bajo la chispeante luz del alumbrado público, varios lugareños nos saludaron, especialmente a mi nuevo amigo que respondió a aquella muestra de aprecio con una ligera inclinación de su cabeza y una sonrisa en los añosos labios. Un amigo del que aún no conocía siquiera su nombre, sólo sabía que escribía poesías y que amaba la libertad y a su municipio. Como si leyera mis pensamientos, me contempló fijamente y me dijo:
-Llevamos más de una hora conversando y todavía no sé tu nombre, ¿cómo te llamas, pequeño?
-Pablo, ¿y usted?
-Juan Ramón.
Un apretón de manos y varias carcajadas sellaron la naciente amistad, que en mi sueño sentí tan real como si la estuviera viviendo. Ya cerca de la vivienda de mi familiar, aquel distinguido caballero se paró y yo le imité. Tras los cristales de una tienda, en un caballete de madera, se exponía un cuadro; era un paisaje de Moguer y en éste se podía distinguir su campiña dorada, los pinos verdes y a varios campesinos andando al lado de un burro plateado que subía hacia la ermita de Montemayor. Pegué mi frente en el escaparate soportando la frialdad del mismo; sin embargo, no me importó. El colorido de aquella pintura me recordó a un fascinante día primaveral y hasta creí oler el romero y la mejorana que el jumento transportaba en un costal. El poeta murmuró, casi sin aliento, emocionado por vislumbrar aquella pequeña obra:
-Allá en una propiedad que se llama Fuentepiña, bajo el pino que la preside, está enterrado Platero... En aquel lugar, reposa su sueño eterno, oyendo el canto de los pájaros todos los días y feliz de que los lirios amarillos se extiendan por su sepultura y de que las mariposas jugueteen a su alrededor...
-Me gustaría ir alguna vez allí -pronuncié adoptado aquella mueca con la que conseguía casi todos mis caprichos.
Juan Ramón sonrió alborotándome los revueltos cabellos.
-Algún día iremos. -Prometió y comenzó a andar nuevamente.
Mi tía hablaba con una de sus comadres en la puerta de su casa, no parecía muy alarmada por mi tardanza, tenía un precioso ramo de rosas rojas y de heliotropos en sus brazos y parecía estar esperándonos. La hermana de mi abuelo era una apasionada de la poesía y admiraba sobre todo a aquel ilustre vecino de su pueblo.
-Buenas noches, don Juan Ramón. Musitó con una franca sonrisa.
-Buenas noches, Candela -contestó él sonriente-. Conocí a su sobrino y le puedo asegurar que es un muchacho despierto y simpático.
-Sí, aunque algo travieso.
-Como todos los niños... Bueno, jovencito, tengo que marcharme. Espero que no olvides lo que hemos hablado esta tarde noche.
-No, se lo prometo.
-Bien, una de estas mañanas cuando todavía el sol no sea tan fuerte, vendrás conmigo hasta Fuentepiña y nos sentaremos bajo la sombra del pino, allí te leeré uno de mis libros.
-¿Cuál?
-Platero y yo.
Asentí contento por aquella promesa. La tía Candela comentó:
-Tome usted, don Juan Ramón, estas flores son para su esposa.
-Muchas gracias, Candela. A Zenobia le encantan las rosas y los heliotropos.
Acarició con ternura las diminutas espigas azuladas y luego rozó con sus delgados dedos los pétalos encarnados. Se despidió con una cálida sonrisa y tanto la tía como yo le vimos alejarse con su andar lento y pausado.

Abrí los ojos y entonces como si todavía estuviera envuelto en mi sueño, oí en la lejanía el rebuzno de Platero; percibí la suave fragancia de los heliotropos y el perfume seductor de las rosas, advertí el murmullo del viento que, templado, susurraba nombres enmascarados por el tiempo. Ese tiempo que jamás podrá borrar las huellas del pasado, ni tampoco las palabras escritas por los genios de la literatura.
Volví a Moguer, anduve por sus calles adoquinadas, por esas que impregnan miles de historias de marineros y de descubridores, visité los lugares colombinos y estuve en la casa-museo de Juan Ramón Jiménez. Allí ante sus enseres personales, le prometí que haría lo posible para que todos conocieran a ese Juan Ramón humano, sensible y amante de la libertad que en el pasado algunos trataron de ocultar. Así que he plasmado en estas páginas mi sueño, sea real o irreal es lo que menos importa, la obra de este moguereño universal sí que permanecerá a través de los siglos intacta en nuestras mentes y esta ciudad blanca, de rincones sorprendentes, de gentes afectuosas, eternamente aparecerá unida a su poesía, como él dijera: “te llevaré Moguer a todos los lugares y a todos los tiempos. Serás por mí, ¡pobre pueblo mío! A despecho de los logreros, inmortal”.