lunes, 11 de octubre de 2010

EL BAÚL DE LOS RECUERDOS

Con este relato quedé finalista en el V Certamen Internacional de Relatos "La lectora impaciente" 2008.


EL BAÚL DE LOS RECUERDOS

Habían pasado muchos años desde la última vez que estuve en aquel caserón. Los recuerdos se agolparon, de repente, en mi mente y una cierta añoranza me hizo sentir culpable. ¿Por qué nos habíamos distanciado mi madre y yo? Ahora no me acuerdo del motivo, pero me marché y no volví a pisar el suelo de la antiquísima casa familiar donde nací, ni hablé con Ana (la mujer que me había dado el ser), desde entonces.
La tía Paula siempre residió con nosotras, con sus excentricidades y sus inseparables gatos; ajena a los enojos, a las desilusiones y a todo lo que no fuera su mundo de cuentos de hadas. Muchos decían que era una vieja chiflada que vivía permanentemente en aquel universo de sueños porque nunca halló su verdadera posición en la familia Ayala, pero yo no lo creo así; simplemente, Paula era una romántica.
Mi madre fue la menor y la más madura. La tía continuamente necesitaba la fortaleza de su hermana pequeña para seguir viviendo y entre ellas se creó una alianza tan fuerte que ese vínculo no se rompió ni siquiera al casarse Ana. Los nuevos esposos se mudaron a la solariega vivienda donde residían la abuela Irene y su hija soltera, y después nací yo. Sin embargo, la felicidad nunca es completa, mi padre murió al poco tiempo; así que crecí en un ambiente femenino sin la presencia de un hombre que se opusiera a mi díscolo carácter y eso me marcó de alguna forma.
Un suspiro escapó de mis labios al contemplar aquella enorme sala, donde tantas veces jugué a ser una de aquellas heroínas que, en mi imaginación, siempre resultaban victoriosas; el olor de las flores frescas permanecía flotando en el ambiente, como de costumbre, y los rayos del sol acariciaban los viejos muebles al penetrar por los entreabiertos balcones; allí, estaba la desvencijada cómoda con sus pomos de nácar y sus carcomidos cajones; los sillones de tela desgastada, la impresionante mesa de cedro y el baúl. Tía Paula y uno de sus devotos felinos se pararon a unos pocos centímetros de mí. Ella habló:
-Ahí, Irene, está todo.
La miré y sólo entonces me di cuenta de mi egoísmo. La tía se ayudaba de un bastón para caminar; su delicada piel de juventud, ahora se hallaba macilenta y sus hermosos ojos negros habían perdido aquel brillo del que tanto presumía. Es verdad que una chica las cuidaba desde hacía diez años, pero yo me había mantenido alejada de sus vidas por culpa de una absurda discusión. ¿Por qué los adultos a veces nos comportamos como críos? No obtuve ninguna respuesta a mi estupidez.
            Varias semanas antes la tía, en un arranque de valentía, se había puesto en contacto conmigo y me había revelado que mi madre se hallaba en la fase terminal de esa terrible enfermedad llamada alzheimer. Lo que sentí en ese momento no lo puedo expresar con palabras: el miedo, la impotencia, la angustia y el arrepentimiento nublaron mi mente por unos segundos, y sé que palidecí y que mis colaboradores se asustaron muchísimo. Hoy las lágrimas, que derramé al saber dicha noticia, se agolpan nuevamente en mis marchitos ojos; pero no quiero que ella me vea llorar, ahora tengo que ser fuerte. Acaricié el baúl. Un temblor desconocido se apoderó de mi mano al girar la pestañita que abriría aquel arcón; mientras, la tía Paula me observaba tras sentarse en una de las mecedoras, el rictus de su arrugada tez era de pesar, aunque nunca sería capaz de enojarse con su única sobrina. “Casanova”, su fiel persa, se acurrucó en sus delgados muslos sintiendo la calidez de su ama sin hacernos caso.
            El aroma a espliego me dio la bienvenida, su gratificante esencia desenterró recuerdos de mi infancia y también los motivos por los que Ana Ayala había guardado aquellas cosas en él. Allí perfectamente ordenados había ropitas de bebé, cuadernos infantiles, un viejo álbum de fotografías, recortes de periódico, debidamente encuadernados en los que yo salía, y mis libros, mis manoseados libros de juventud que creí haber perdido tras la Universidad. Pero lo que verdaderamente me emocionó fue encontrar un sobre de color amarillo con mi nombre. Conmovida lo abrí, la preciosa letra de mi madre apareció ante mi llorosa mirada.
           
“Querida hija:
Si alguna vez lees esta carta, será porque mi hermana me habrá desobedecido y te habrá dicho que padezco alzheimer, una enfermedad que con sólo nombrarla, asusta. No quiero, Irene, que te sientas culpable por no haber estado junto a mí en estos aterradores momentos, sé que me quieres y aunque estemos separadas en estos instantes de nuestras vidas, al final el cariño y el afecto vencerán a lo absurdo. En este día, he comenzado a guardar en este baúl todos mis recuerdos que siempre irán enlazados a los tuyos, pues me asusta sobre todo olvidarme de ti. Este viejo arcón será mi memoria, mi cerebro y en él se mantendrán vivos todos mis pensamientos y mi amor de madre. No olvides, hija querida, que siempre te querré.”

Cogí una de aquellas fotografías en las que Ana Ayala me sonreía manifestando todo su esplendor juvenil, y la acaricié sin poder contener las lágrimas que resbalaron por mis mejillas. La tía se levantó con parsimonia y luego, me abrazó. Diez minutos después, subí los peldaños que me conducirían a la habitación de mi madre. Abrí la puerta lentamente y me acerqué a su cama con esa calma que había asimilado tras años de aprendizaje en mi carrera política. Una brisa agradable movía las cortinas de encaje y las rosas inundaban con su maravillosa fragancia aquel cuarto, una tímida sonrisa apareció en mis labios al ver el retrato de mi boda, los de mis hijos y el de mi nieto en un lugar privilegiado de aquel señorial cuarto. Me senté junto a la cama y acaricié sus pálidos pómulos, la anciana que allí se consumía, poco a poco, no se parecía en nada a la enérgica y vital madre que yo recordaba. Suspiré pidiéndole a Dios o a quien fuera que ella no sufriera más. Sonó inesperadamente el móvil y, con un gesto de impaciencia, lo desconecté.
-¡Les dije que no me llamaran, que no estaba para nadie! –exclamé enfurecida.
Ana abrió sus pesados párpados y me miró.
-Lo siento, mamá. Eran de mi despacho, pero no te preocupes, No volverá a ocurrir.
Me tendí junto a su cálido y escuálido cuerpo y la rodeé con mis brazos. Ana Ayala abrió sus labios y pesadamente, murmuró:
-Madre, no me dejes...
Me estremecí al escuchar aquellas palabras, ¡ella creía que yo era la abuela Irene! Le pedí perdón por aquellos años de alejamiento, por mi ingratitud y, principalmente, por la soledad que había tenido que experimentar por mi culpa.
-Sí, hija, siempre estaré contigo -le contesté abrazándola aún más.
Ana suspiró y con una débil mueca, parecida a una sonrisa, volvió a entornar sus ojos con serenidad. La tía Paula, que nos había estado espiando, cerró la puerta de la habitación con cuidado y encaminó sus lentos pasos hacia el salón. “Casanova” la siguió moviendo su cola.

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