miércoles, 13 de octubre de 2010

LA CAJITA DE METAL

LA CAJITA DE METAL

Con este relato quedé finalista en el Concurso “El arte de escribir”.

            El día que decidí visitar el “Edgar Allan Poe Cottage”, la última casa de campo donde vivió mi escritor favorito, no podía imaginar que mi vida daría un giro tan inesperado ni tampoco que algo tan simple como una cajita de metal pudiera provocar tanto horror…
            Me llamo Daniel y desde siempre la literatura de terror me ha fascinado. Los escritos de Poe representan a ese género por antonomasia; su estilo, encuadrado en el romanticismo oscuro, despertó la imaginación de muchas generaciones de lectores, entre ellas la mía. Así que al viajar a Nueva York, mi principal cometido fue ir al Bronx. La residencia de Poe se ubica en la esquina del Bulevar Grand Concourse y Kingsbridge Road, allí murió Virginia, su esposa, y comenzó mi desdicha…
            No sé por qué lo hice. En un principio creí que me movió un impulso; pero, ahora, tras el devenir de los sucesos, he comprendido que él fue la mano ejecutora. Sí, el autor de Berenice, el entierro prematuro, el cuervo, el gato negro, el corazón delator…, aún muerto, tiene poder suficiente para cautivar a cualquiera y yo, pobre mortal, sucumbí a su influjo…
            Me hallaba aquella mañana en el hogar donde el matrimonio Poe residió. Una simpática señorita nos explicaba, en perfecto español, que aquella vivienda fue el lugar preferido por los esposos y nos mostraba los objetos personales que permanecían tal como ellos los habían dejado. De repente, oí una voz que me decía:
-Cógela… Cógela…
            Sorprendido miré a derecha e izquierda, pero las personas que estaban en aquel salón parecían absortas en sus propios pensamientos. Nadie, aparentemente, había escuchado aquella voz de ultratumba. Tragué saliva e intenté tranquilizar los alocados latidos de mi corazón. Seguramente una corriente de aire o un murmullo del exterior habían provocado aquel sonido… Sí, eso debía ser… –me dije resollando repetidas veces. Hice ademán de seguir a la guía; sin embargo, volví a oírla y esta vez con más claridad:
-Cógela… Cógela…
            Sentí un estremecimiento que me heló la sangre y me quedé paralizado mientras los otros visitantes subían las escaleras que conducían a la segunda planta.
-¿Qué tengo que coger? –pregunté casi en un susurro.
-La cajita… Cógela…
            Entonces mis pardos ojos se fijaron en una especie de joyero que estaba encima de la consola renacentista. No me lo pensé dos veces, e igual que un ladrón, la introduje en el ancho bolsillo de mi abrigo. A pesar de que estábamos en pleno mes de enero y hacía un frío glacial, las gotas de sudor caían por mis sienes… Alcé mis ojos hacia el espejo y, en aquel preciso momento, le vi. Sí, aquel hombre que se reflejaba en el cristal era Poe o su fantasma y me sonreía abiertamente, sin reservas. Me giré, blanco como una estatua, y bajé los cuatro o cinco peldaños del porche, pues mi intención fue la de escapar de allí cuanto antes. Una poderosa garra me lo impidió. Temblando me volví. Un guardia de seguridad me escudriñaba con gesto serio y me agarraba fuertemente por uno de mis hombros. Me habló segundos después:
-Perdone, señor, ¿esto es suyo?
            Me enseñó una bufanda.
-Sí… -Sonreí apenas-. Muchas gracias.
            El hombre dibujó una media sonrisa en su faz y luego se llevó varios dedos a su gorra, a modo de saludo. Yo no dejé de tiritar hasta que llegué a la habitación de mi hotel.
¿Por qué la había robado? ¿Cómo me había atrevido a hacer aquello? –me pregunté tras la refrescante ducha tumbado en la amplia cama. Mis años docentes y los consabidos consejos paternales, que me enseñaron a ser una persona juiciosa y comedida en todos mis actos, acababan de saltar por los aires con el hurto cometido aquel fatídico 13 de enero. Suspiré y me incorporé arrebujado en el albornoz del Gershwin Hotel. La luz de la lamparita la hacía brillar, hipnotizado, quise tocarla; pero la voz, que horas antes me había incitado a sustraer lo que no me pertenecía, emergió de la nada.
-Es hermosa, ¿verdad?
-¿Quién demonios eres? –grité poniéndome en pie.
-Ya sabes quien soy, Daniel.
-No, no lo sé… -Mentí aterrado.
            Su risa, parecida al cadencioso bombeo de un corazón, sonó por todo el cuarto. Segundos después, un halo misterioso iluminó el sillón Art Decó que se ubicaba junto al ventanal. Un hombre de unos cuarenta años, de mirada perspicaz, bigote perfilado y sonrisa burlona, apareció frente a mí.
-No puede ser, esto es una alucinación… -susurré quedamente.
-No, Daniel, estoy aquí y te aseguro que no estás soñando, aún no.
-¿Por qué me está pasando esto a mí?
-Porque tú eres el elegido…
-¿El elegido? ¿Para qué?
-Para jugar con los hilos del destino y con la suerte…
-¿Por qué yo? –Volví a interrogarle con la desconfianza reflejada en mis pupilas.
-¿Nadie te ha dicho que sólo los valientes obtienen el reconocimiento y la recompensa de los vencedores?
            Pestañeé aturdido por su respuesta. Una extraña sensación se adueñó de todo mi ser y alejó, momentáneamente, el recelo y el miedo.
-¿Qué clase de recompensa recibiré si acepto este reto? –le inquirí envalentonado.
-Eso, amigo mío, lo descubrirás al final de este juego… ¿Aceptas?
            Pronuncié un escueto sí y Poe, con una risa jactanciosa, desapareció de mi vista; aunque antes me había insinuado que abriera la cajita… Le obedecí, pero al instante me arrepentí de haberlo hecho. Un alarido escapó de mis labios y un sudor frío erizó todos los vellos de mi piel: treinta y dos minúsculas y nacaradas piezas dentales se esparcieron, como perfectas perlas, por el verdoso edredón. ¿De quién eran aquellos premolares, molares, incisivos y caninos? ¿No había estado el cofrecito vacío hasta entonces? Intenté tranquilizarme sin lograrlo; pues a mi mente acudió, repentinamente, el nombre de Berenice y su famoso relato, que tanto me impresionó la primera vez que lo leí, y supe que aquellos preciosos dientes eran suyos… Al mismo tiempo, éstos comenzaron a teñirse de rojo y mis manos se llenaron de barro y sangre, culpabilizándome del presunto crimen… Desconcertado me desmayé.
            La humedad, el olor penetrante de la tierra y voces lejanas hicieron que volviera en sí. Sin embargo, todo seguía negro y apenas podía moverme… Quise chillar, mas algo mantenía mi boca completamente cerrada y mis muñecas sujetas. Después de un rato, logré desanudarme las ataduras y entonces el pánico me agarrotó al comprender donde me encontraba. ¡Aquello era un ataúd! ¡Dios mío! ¿Quién me había enterrado vivo? Golpeé con mis nudillos la madera, pero los que estaban alrededor de la cárcava no me oyeron; aunque yo les oía con nitidez.
-¡Pobre, Daniel, tan joven y fijaros…!
-No somos nadie…
-Constantemente le advertía que vigilara el colesterol… Un infarto y adiós…
-¡Estoy vivo! ¡Sacadme de aquí!
            Ramírez, uno de mis compañeros de la oficina, murmuró:
-¡Sshh, me ha parecido oír unos gritos!
-¡Ramírez! ¡Antúnez! ¡Fernández! ¡Aquí, abajo! –me desgañité hasta quedarme ronco.
-Yo no oigo nada… -replicó Antúnez.
-Ha debido ser el viento… ¿Nos vamos? –concluyó Fernández.
            Los tres se marcharon y yo sollocé hasta que me dejé vencer por la asfixia. Cuando estaba a punto de subir a la barca de Caronte, un estrepitoso ruido me vivificó. Abrí los ojos y a la sazón me di cuenta que el féretro tenía una abertura por la que podía salir… Reuní las pocas energías que me quedaban y, en un arranque de furia, partí con mis hombros aquella caja mortuoria… La luna iluminaba las blancas lápidas del cementerio. Jadeante y mareado me senté en una de las sepulturas y al levantar la cabeza vi a un cuervo que me observaba fijamente desde uno de los mausoleos. Me saludó con un graznido. Un gato negro, al que le faltaba un ojo, maulló muy cerca de la fosa donde me habían inhumado… Intuí que ellos dos me habían librado de una muerte segura. Me levanté y leí el epitafio que estaba cincelado en la que sería mi losa: “Aquí yace Daniel Martínez Garrido, cuya vida estuvo predestinada a ensalzar la escritura del gran Poe”. Reí hasta que la risa se convirtió en un quejumbroso llanto… Cuando me calmé, el grajo y el felino se habían esfumado. No sé cómo salí del camposanto ni tampoco cómo llegué hasta mi domicilio, porque lo único que tenía claro era que ya no me encontraba en Nueva York. En mi casa busqué, alterado, mi pasaporte, pues éste confirmaría mi viaje a la ciudad de los rascacielos. Sin embargo, no lo hallé por ningún cajón ni ninguna maleta. Ofuscado cogí mi abrigo azul, aquel que me había puesto el día 13 de enero, y al rebuscar entre sus amplios bolsillos, mi mano aferró un objeto. Palidecí al ver la cajita de metal. Iracundo la arrojé por el balcón y ésta se estrelló contra el pavimento. Al abrirse, un corazón palpitaba dentro de ésta delatándome. Una pareja, que caminaba por la avenida, gritó. Varios policías acudieron rápidamente.
-Ha sido ese… Yo vi cómo la tiraba desde su casa…
-¡Asesino! ¡Él mató a la pobre viuda!
            De pronto, me hallé en una hedionda celda, enflaquecido y canoso, condenado a morir entre aquellas cuatro paredes.
-¡No quiero seguir jugando ni tampoco quiero recibir ningún premio! -solté descompuesto. Nadie me contestó, sin embargo, me pareció oír una carcajada.
            El potente rugido de un motor en la Quinta Avenida me despertó. Sudoroso y sobrecogido me medio incorporé en el lecho y resoplé varias veces hasta que el pulso se aquietó. El libro, que había estado leyendo la noche anterior, había caído al suelo… Lo recogí con una sonrisa. ¡Todo había sido una horrible pesadilla! –exclamé devolviendo los cuentos de Edgar Allan Poe a su sitio. Luego me duché y, tras un apetitoso y nutritivo desayuno, encaminé mis pasos hacia el Bronx. Sonriente asentí cuando la guía nos comentó que subiéramos a la segunda planta… Iba a salir del salón, pero mis ojos repararon en una cajita de metal que relucía encima de la consola… Tragué saliva y un espasmo recorrió mi espalda al sentir una acariciante voz que me decía:
-Cógela… Cógela…


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