lunes, 11 de octubre de 2010

PALABRAS DE MUJERES ONUBENSES

Palabras de Mujeres Onubenses es una Antología de poemas y relatos cortos que a mis compañeras de la Tertulia Nuevo Horizonte 2002 de Huelva y a mí nos publicaron en el año 2008. Os colgaré ahora mi relato y los poemas que son míos. Besos.


EL SUEÑO

Anoche tuve un sueño, y en él me vi siendo de nuevo aquel mozalbete de pantalones cortos y mirada inocente; de mofletes regordetes y cardenales en las pantorrillas; de churretes en la cara y atrevida curiosidad, que pasaba parte del verano en Moguer, el pueblo de la tía Candela. Me divertía con algunos de los niños que entonces compartían mis mismas travesuras y risas, y allí cerca del lugar donde jugábamos, sentado en uno de los bancos de la plaza de las Monjas, había un hombre. Vestía de luto y se resguardaba de los penúltimos rayos de aquel febril sol de mediados de agosto con un sombrero. Nos miraba de vez en cuando y otras tantas parecía olvidarse de nuestros juegos, apuntando algo en una pequeña libreta.
Pasaron las horas y el cielo comenzó a teñirse de tonos añiles, ocres y rosados, mientras las golondrinas volaban en círculos tiznando de minúsculas motas negras el firmamento. A las ocho en punto, las campanas de la iglesia de la Granada repiquetearon llamando a misa y pocos minutos después mis amigos se despidieron dejándome solo. Cogí mi pelota dispuesto a marcharme también, pero antes observé con detenimiento a aquel desconocido. Me intrigó la suavidad con la que asía su pluma estilográfica, el movimiento pausado de sus dedos al anotar sus reflexiones en el papel y el gesto sereno que evidenciaban sus rasgos angulosos al escribir. Irguió la cabeza al darse cuenta de que yo lo miraba y entonces se quitó el sombrero poniéndolo en el banco de piedra. Me sonrió haciéndome un guiño para que me acercara hasta donde se encontraba. A continuación, dijo:
-Pequeño, ¿viste alguna vez algo más hermoso que el crepúsculo?
-¿Qué es eso? –inquirí extrañado.
-El crepúsculo es la última claridad del día.
-¿La última?
-Así es, el día se dormirá y pronto la oscuridad se hará dueña de todo.
-Pero, las estrellas y la luna alumbran el cielo y así nosotros podemos ver por la noche, según dice mi tía Candela.
Él sonrió atusándose la rala barba blanquecina.
-Tienes razón, pequeño, éstas iluminan lo que las sombras tratan de ocultar a nuestros ojos y por supuesto, tu tía es una señora muy sabia.
Fascinado por su contestación me senté a su lado y le pregunté:
-¿A quién escribe?
-A un amigo.
-¿Vive muy lejos?
-Él murió.
-Y si está muerto, ¿por qué le escribe?
-Aunque ya no esté en el mundo de los vivos, su presencia siempre permanecerá conmigo, por eso le cuento en esta carta lo que me ha ocurrido hoy.
Aturdido miré hacia aquel infinito en el que algunas solitarias lucecitas comenzaban a aparecer resplandeciendo igual que diamantes, y el astro lunar intentaba asomar su plateada redondez, con cierta timidez, entre las copas de los árboles. Los pájaros buscaban cobijo entre las ramas de los naranjos piando alborotados, y una suave brisa marina comenzaba a arrastrar algunas de las hojarascas marchitas en el suelo. Suspiré antes de volver a manifestar.
-Usted debió de quererle mucho si le recuerda tanto. ¿Fue su compañero de juegos?
-Sí. –Sonrió-. Nuestra amistad fue sincera. Me acompañaba al monte, al barrio de los marineros, me seguía allá donde yo fuera... Y le gustaban los higos morados, las naranjas, las uvas moscatel...
-¿Cómo se llamaba?
-Platero.
-¿Platero? ¡Qué nombre más raro para un niño!
-Platero era un burro.
-¡Un burro! ¿Y cómo podía ser su amigo? Los asnos no hablan, no comprenden...
-¿Estás seguro? Muchos hombres son más borricos que estos animales, si no fíjate en las guerras que algunos provocan sólo porque creen estar en posesión de la razón y se vanaglorian de sus actos, mofándose del dolor de los demás. Mira, pequeño, la intolerancia y el odio son enemigos de la verdad, quien justifica la sinrazón aborrece verdaderamente a la humanidad.
-Pero, también hay personas buenas en este mundo, por lo menos, eso me dicen mis padres y mi tía.
-¡Claro que sí! Y por ello, todavía tenemos esperanza –respondió guardando la libretilla y la pluma en el bolsillo de su camisa de lino.
Ambos nos fijamos entonces en el liviano vuelo de una despistada mariposa de alas blancas, que pasó cerca de nosotros. Aquel insecto de eterna belleza, parecía haber olvidado que la luz del día, poco a poco, se desvanecía entre las azoteas de las casas y movía sus apéndices alados desafiando a la gravedad y a la pronta nocturnidad, hasta posarse elegantemente en una de las flores que perfumaban el jardín.
-Fíjate en esa mariposilla y en la rosa en la que se posó, ¿no crees que somos afortunados al estar ahora aquí contemplando esta maravilla de la creación?
-Sí -contesté sin poder apartar mis ojos de aquel rincón.
Él siguió diciendo:
-A Platero le encantaba olisquearlas y después perseguirlas por el monte, y yo disfrutaba viéndolo trotar igual que un chiquillo revoltoso...
Sonreía mientras me contaba aquello y por un breve instante, me sentí transportado a su recuerdo, encaramado en los mansos lomos de Platero, percibí los rayos tibios que penetraban entre las ramas de los eucaliptos; olí el aroma que desprendían los lirios amarillos y el espliego; oí el rumor cantarín de las aguas que bajaban por el arroyuelo...
Desde uno de los balcones entreabiertos de una de aquellas casonas de la plazoleta, el sonido cautivador de la sonata Claro de Luna de Beethoven, nos volvió a la realidad.
-Las notas de ese piano son similares al color azul, nos da libertad para soñar, ¿te gusta la música?
-Sí, mi padre me lleva algunos domingos, tras la misa de diez, a escuchar la orquesta municipal; luego, compramos camarones y nos los comemos en la Punta del Sebo.
-Entonces, ¿eres de la capital?
-Sí, ¿y usted?
-Yo nací en Moguer, pero me acuerdo que siendo un jovencito me subía a la tapia del corral de un vecino, y desde allí contemplaba Huelva bañada en tonos dorados y marinos, comía los frutos que me daba la hija del Arreburra hasta que mi madre venía en mi busca...
-¿Siempre ha vivido aquí?
-No, tuve que irme.
-¿Por qué?
-Por que nunca estuve de acuerdo con la guerra civil que sufrió este país. Yo amo la libertad y siempre estaré a favor del pueblo, y aquellos oscuros años convirtieron mi patria en una jaula de llantos, amarguras y resentimientos. La libertad es el don más preciado que tiene un pueblo, cuando se pierde, se olvida la identidad de uno.
-¿Y dónde estuvo?
-En América.
-¿Con los indios igual que en las películas?
Su risa sonó clara y alegre ante mi ingenuo comentario.
-Te aseguro que en América no sólo hay indios, como tú los llamas, allí conviven personas que tienen la misma tez que la tuya, pero también hay negros, mestizos, asiáticos... y todos tratan de vivir respetándose los unos a los otros, aunque a veces también la intransigencia de unos cuantos no entienda de color de piel ni de razas.
Fascinado por sus palabras, comprendí que aquel señor de mirada sincera era alguien muy especial. A mi memoria de estudiante regresó un poema que había aprendido de aquel libro, prohibido, según me refiriera la tía Candela y que con su consentimiento examiné en el desván, sin que nadie más supiera de aquel presunto delito.

¡Cómo meciéndose en las copas de oro,
al manso viento, mi alma
me dice, libre, que soy todo!

-Usted es un poeta, ¿verdad?
-Sí -respondió con un ligero temblor en su voz-. La poesía lo es todo para mí, simboliza la belleza, la eternidad, el conocimiento... Yo no concibo nada sin ella.
Su mirada se perdió más allá de las puertas del convento de Santa Clara, advertí una cierta tristeza en su semblante huesudo y comprendí en aquellos breves instantes, de atronador silencio, que su memoria evocaba recuerdos nostálgicos; entre tanto, las farolas se encendieron ahuyentando a las tinieblas de aquel lugar; las palomillas nocturnas se adherían al cristal reclamando aquella claridad como un magnífico tesoro y los grillos comenzaban a rozar, con fuerza, sus élitros produciendo aquel sonido monótono y agudo que causaba desvelos en las madrugadas calurosas.
Las campanas volvieron a tañer quejumbrosas, esparciendo sus lastimosos quejidos por el aire. Él me miró y poniéndose su sombrero, expresó:
-¡Ya es tarde! Tu tía ha de estar preocupada, ¿dónde vive?
-En la plaza del Marqués...
-Yo vivo cerca, te acompañaré.
Asentí y ambos nos pusimos en pie. Caminamos lentamente bajo la chispeante luz del alumbrado público, varios lugareños nos saludaron, especialmente a mi nuevo amigo que respondió a aquella muestra de aprecio con una ligera inclinación de su cabeza y una sonrisa en los añosos labios. Un amigo del que aún no conocía siquiera su nombre, sólo sabía que escribía poesías y que amaba la libertad y a su municipio. Como si leyera mis pensamientos, me contempló fijamente y me dijo:
-Llevamos más de una hora conversando y todavía no sé tu nombre, ¿cómo te llamas, pequeño?
-Pablo, ¿y usted?
-Juan Ramón.
Un apretón de manos y varias carcajadas sellaron la naciente amistad, que en mi sueño sentí tan real como si la estuviera viviendo. Ya cerca de la vivienda de mi familiar, aquel distinguido caballero se paró y yo le imité. Tras los cristales de una tienda, en un caballete de madera, se exponía un cuadro; era un paisaje de Moguer y en éste se podía distinguir su campiña dorada, los pinos verdes y a varios campesinos andando al lado de un burro plateado que subía hacia la ermita de Montemayor. Pegué mi frente en el escaparate soportando la frialdad del mismo; sin embargo, no me importó. El colorido de aquella pintura me recordó a un fascinante día primaveral y hasta creí oler el romero y la mejorana que el jumento transportaba en un costal. El poeta murmuró, casi sin aliento, emocionado por vislumbrar aquella pequeña obra:
-Allá en una propiedad que se llama Fuentepiña, bajo el pino que la preside, está enterrado Platero... En aquel lugar, reposa su sueño eterno, oyendo el canto de los pájaros todos los días y feliz de que los lirios amarillos se extiendan por su sepultura y de que las mariposas jugueteen a su alrededor...
-Me gustaría ir alguna vez allí -pronuncié adoptado aquella mueca con la que conseguía casi todos mis caprichos.
Juan Ramón sonrió alborotándome los revueltos cabellos.
-Algún día iremos. -Prometió y comenzó a andar nuevamente.
Mi tía hablaba con una de sus comadres en la puerta de su casa, no parecía muy alarmada por mi tardanza, tenía un precioso ramo de rosas rojas y de heliotropos en sus brazos y parecía estar esperándonos. La hermana de mi abuelo era una apasionada de la poesía y admiraba sobre todo a aquel ilustre vecino de su pueblo.
-Buenas noches, don Juan Ramón. Musitó con una franca sonrisa.
-Buenas noches, Candela -contestó él sonriente-. Conocí a su sobrino y le puedo asegurar que es un muchacho despierto y simpático.
-Sí, aunque algo travieso.
-Como todos los niños... Bueno, jovencito, tengo que marcharme. Espero que no olvides lo que hemos hablado esta tarde noche.
-No, se lo prometo.
-Bien, una de estas mañanas cuando todavía el sol no sea tan fuerte, vendrás conmigo hasta Fuentepiña y nos sentaremos bajo la sombra del pino, allí te leeré uno de mis libros.
-¿Cuál?
-Platero y yo.
Asentí contento por aquella promesa. La tía Candela comentó:
-Tome usted, don Juan Ramón, estas flores son para su esposa.
-Muchas gracias, Candela. A Zenobia le encantan las rosas y los heliotropos.
Acarició con ternura las diminutas espigas azuladas y luego rozó con sus delgados dedos los pétalos encarnados. Se despidió con una cálida sonrisa y tanto la tía como yo le vimos alejarse con su andar lento y pausado.

Abrí los ojos y entonces como si todavía estuviera envuelto en mi sueño, oí en la lejanía el rebuzno de Platero; percibí la suave fragancia de los heliotropos y el perfume seductor de las rosas, advertí el murmullo del viento que, templado, susurraba nombres enmascarados por el tiempo. Ese tiempo que jamás podrá borrar las huellas del pasado, ni tampoco las palabras escritas por los genios de la literatura.
Volví a Moguer, anduve por sus calles adoquinadas, por esas que impregnan miles de historias de marineros y de descubridores, visité los lugares colombinos y estuve en la casa-museo de Juan Ramón Jiménez. Allí ante sus enseres personales, le prometí que haría lo posible para que todos conocieran a ese Juan Ramón humano, sensible y amante de la libertad que en el pasado algunos trataron de ocultar. Así que he plasmado en estas páginas mi sueño, sea real o irreal es lo que menos importa, la obra de este moguereño universal sí que permanecerá a través de los siglos intacta en nuestras mentes y esta ciudad blanca, de rincones sorprendentes, de gentes afectuosas, eternamente aparecerá unida a su poesía, como él dijera: “te llevaré Moguer a todos los lugares y a todos los tiempos. Serás por mí, ¡pobre pueblo mío! A despecho de los logreros, inmortal”.

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